Se nos enseña desde niños que nuestros actos tienen consecuencias, y que por lo tanto podemos realizar acciones en una u otra dirección con el objetivo de cambiar o modificar nuestras circunstancias. Fruto de este aprendizaje desarrollamos la capacidad para sintonizar nuestra mente con el llamado por John D. Teasdale “Modo hacer”. Cuando estamos funcionando en esta modalidad, tomamos la realidad como si fuera un problema que debe ser resuelto, de manera que analizamos la discrepancia entre “cómo son las cosas” y “cómo nos gustaría que fueran” y nos ponemos en marcha para intentar disminuir esa diferencia. El modo hacer nos resulta útil en muchas circunstancias de nuestra vida, ya que es el que nos permite llevar a cabo cualquier conducta dirigida a una meta, desde preparar un bizcocho hasta terminar una
carrera universitaria.
carrera universitaria.
Tener nuestra mente en modo hacer tiene además una importante ventaja: cuando nos comportamos como “solucionadores de problemas” nos sentimos seguros y eficaces, tenemos la sensación de que todo está bajo control.
Este hecho hace que muchos de nosotros acabemos abusando del modo hacer en nuestras vidas, aplicándolo a situaciones en que intentar controlar no resulta útil.
Un ejemplo de estas situaciones es cuando nos disponemos a afrontar desde el modo hacer nuestros eventos internos: sean estos pensamientos, emociones o sensaciones corporales. En los momentos en que esto ocurre nuestra mente empieza a decirnos que no deberíamos estar sintiendo, pensando o experimentando corporalmente algo, de manera que entramos en una actitud de lucha ante lo que ya está ocurriendo en el momento presente: “no debería sentir ansiedad, o tener insomnio, o dolor de espalda, o esta preocupación...”.
Como juzgamos el presente como algo inaceptable, intentamos modificarlo a toda costa. Para lograrlo acostumbramos a utilizar dos estrategias principales. La primera consiste en intentar evitar la situación que nos incomoda: podemos por ejemplo empezar a beber para mitigar la tristeza, o no viajar en avión para no sentir la ansiedad que esto nos genera. La evitación suele resultar útil a corto plazo, ya que produce una disminución momentánea del malestar. Sin embargo, a la larga, suele hacer que actuemos de manera rígida y perdamos muchas oportunidades vitales. Además tarde o temprano el malestar vuelve a aparecer con la misma intensidad e incluso más, de manera que acabamos limitando nuestra propia libertad sin que esto redunde en un mayor bienestar emocional.
Nuestro otro recurso por excelencia consiste en pensar mucho sobre los problemas que tenemos. En psicología llamamos a esto “rumiación”, ya que es muy parecido a lo que hacen las vacas cuando pastan: cojemos un pensamiento y le damos vueltas y más vueltas, nos preguntamos el porqué, el cómo, si las cosas podrían ser de otra manera, lo enlazamos con otros pensamientos y sentimientos sobre el pasado y el futuro, y volvemos a empezar una y otra vez. La rumiación, además de constituir una pérdida importante de energía, suele ser improductiva en el sentido de que rara vez nos conduce a una solución viable y realista. Además acostumbra a ir acompañada de un aumento importante de la tristeza y la ansiedad.
Pero la sobre-utilización del modo hacer no sólo tiene lugar ante nuestros eventos internos, también se da cuando nos empeñamos en controlar circunstancias externas que simplemente no están en nuestras manos. Podemos descubrirnos, por ejemplo, intentando que los demás cambien su manera de ser, o acumulando mucho rencor ante la enfermedad o la pérdida de un ser querido.
Tener sobredimensionado el modo hacer, tiene además otras consecuencias nocivas. Por un lado, tendemos a vernos como víctimas de la vida, que parece no querernos dar lo que nosotros necesitamos. Por otro lado, cuando estamos muy instalados en el modo hacer empezamos a sentirnos distintos o separados emocionalmente del resto, como si viviéramos sólos con nuestro sufrimiento y nadie más pudiera hacerse cargo del mismo. Estos dos factores hacen que nuestro malestar aumente todavía más, y contribuye a que nos sintamos abrumados y acabemos convertiendo en una montaña lo que era en su origen un grano de arena.
El primer paso para el cambio es detectar si estamos abusando del modo hacer en nuestra vida cotidiana. Para ello puedes formularte las siguientes preguntas:
¿A menudo te sientes abrumado por las circunstancias?
¿Sueles vivir tus actividades diarias como problemas por resolver?
¿Te inquietas en exceso cuando las cosas no ocurren como tu esperabas?
¿Sueles hacer listas mentales de tareas pendientes incluso en momentos o circunstancias que se podrían considerar lúdicas, como fines de semana o vacaciones?
¿Te sientes perdido cuando no tienes “obligaciones”?
¿Te empeñas en que los demás se den cuenta de sus errores y cambien su manera de funcionar?
¿Sientes a menudo que la vida te trata de manera injusta?
¿Acostumbras a juzgar tus sentimientos o pensamientos como inadecuados?
¿Te preocupas o rumias mucho sobre los problemas?
El siguiente paso que debemos realizar es intentar comprender mejor de dónde surge nuestra dificultad para soltar el control, ya que decirnos simplemente a nosotros mismos “¡Vamos, relájate, suéltate, vive la vida!” no suele servir de mucho.
La necesidad de control suele tener que ver con el sentimiento de miedo. Queremos controlar porque nos asusta la sensación de incertidumbre, de no saber qué ocurrirá ni cómo. Este es un miedo muy frecuente y natural, ya que tendemos a pensar que si soltamos el control nos sentiremos indefensos y cosas terribles empezarán a ocurrir. En vez de usar el control para funcionar en nuestras vidas, el control nos usa a nosotros y nuestros temores aumentan cada vez más. Así, lo que debería ser una herramienta se convierte en una importante limitación.
Ante todo debemos preguntarnos:
¿Qué es lo que me asusta?
¿Qué estoy intentando proteger en realidad?
Muchas veces tememos que al soltar el control la imagen que nos hemos formado de nosotros mismos se tambalee. Por ejemplo, una persona muy perfeccionista puede temer que si deja de controlar sus resultados empeoren y esto la haga parecer incompetente ante ella misma y ante los demás. Evidentemente estos miedos suelen ser muy íntimos y nucleares, y a menudo no somos del todo conscientes de ellos, por lo que es interesante estar atentos y observarnos a nosotros mismos para poderlos “pillar” en plena actuación.
Cuando descubramos esto es importante tomar consciencia de que este tipo de temores tienen más de ilusorio que de real. Debemos tener en cuenta que hipotecar nuestra felicidad a servicio de proteger nuestro ego no tiene mucho sentido, ya que una vez más es la herramienta la que nos usa a nosotros y no al revés.
Para realizar este trabajo resulta útil que podamos experimentar que somos mucho más que la imagen que nos hemos fabricado de nosotros mismos, con el objetivo de que esto no quede sólo en un aprendizaje de tipo intelectual. Una buena manera de lograrlo es cultivar, por ejemplo mendiante estrategias de meditación o mindfulness, el llamado “modo ser”. Este modo de la mente, también descrito por Teasdale y complementario al “modo hacer”, se relaciona con la experimentación de la realidad tal y como ésta sucede momento a momento, sin juzgarla ni intentarla cambiar de forma innecesaria. Esta capacidad, muy ligada a la consciencia del propio cuerpo y de los eventos internos, se ha relacionado con mayores tasas de bienestar emocional y menores niveles de rumiación.
Nuestra existencia humana es, nos guste o no, incierta en muchas de sus facetas. ¡De hecho acostumbramos a pensar que controlamos mucho más de lo que lo hacemos en realidad! Este suele ser uno de los grandes aprendizajes de las personas a las que les ha tocado vivir momentos realmente difíciles.
Cuando nos damos cuenta de esto podemos reaccionar de dos maneras. La primera alternativa es sentirnos aún más indefensos y atemorizados. La segunda, es darnos cuenta de que en realidad la vida es soberana y mucho más grande que nosotros, ¡Y de que ahí reside su verdadera magia!
Algunos podrían pensar que la segunda opción es algo “cómoda” o “irresponsable”, cuando en realidad se trata de todo lo contrario. Tiene que ver con amar la vida tal y como es, con todas y cada una de sus partes, sin querer quedarse únicamente con la parcela que creemos que podemos controlar. Se trata de decir sí al conjunto, diferenciando las circunstancias que dependen de nosotros de las que no, y actuando en consecuencia. Teniendo la certeza de que lo que siempre estará en nuestras manos es la actitud con cual afrontamos lo que la vida nos depara a cada instante: en eso consiste la verdadera responsabilidad.
Se trata en definitiva de actuar como un surfista que, lejos de enfadarse con el estado del mar o de intentar dirigirlo a su voluntad, se toma todas y cada una de las olas como una valiosa oportunidad para aprender aquello que le hace falta aprender en cada momento.
Cuando uno comprende esto deja de ser una víctima de la vida, para pasar a ser un privilegiado creador de la misma.
Dejamos entonces de vivir des del miedo, para pasar a hacerlo con aceptación y gratitud.
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